Esta conectividad es un factor de competitividad clave para la economía al igual que lo han sido en el pasado otras infraestructuras no digitales como las de energía o las de transporte.
La propia Unión Europea (UE) lo ha entendido así y, por eso, ha incluido entre sus metas el despliegue adecuado, rápido y fiable de las redes de comunicación 5G.
Según sus planes, en 2020 todos los países miembros deberán disponer de, al menos, una ciudad principal con 5G disponible comercialmente y en 2025 el despliegue deberá ser total.
Las inversiones que requiere esta nueva red suponen, según la Comisión Europea, 910.000 millones de euros (algo más de US$1 billón) adicionales al PIB de la Unión y la creación de 1,3 millones de puestos de trabajo. Sin este esfuerzo inversor no se logrará un mercado único digital y Europa quedaría por detrás de EE.UU. y China en la carrera por el dominio tecnológico mundial.
Ahora bien, si es tan importante no perder esa carrera, cabe plantearse qué hace tan relevante desde el punto de vista geopolítico una cuestión aparentemente, y en puridad, solo tecnológica.
La conectividad 5G no es simplemente una mejora de lo ya existente como en su día supuso el paso del 3G al 4G. Es un cambio profundo en la conectividad que va a permitir, entre otras cosas, un tiempo de respuesta de la red de un milisegundo y una velocidad de conexión 100 veces más rápida que la actual red 4G, además de un ahorro de energía del 90% respecto a los sistemas actuales.
Un impulso económico transversal
Esa velocidad y fiabilidad de la conexión va a ser, como afirma el Plan Nacional 5G aprobado por el gobierno de España en 2018, una pieza clave en la transformación digital de la sociedad y la economía, ya que el pleno desarrollo del internet de las cosas, la conducción autónoma, la impresión 3D, la industria 4.0, la telemedicina, el uso masivo del big data, la robótica avanzada o la realidad virtual, entre otras realidades, se soportará sobre la base del 5G.
Se espera que el despliegue alcance su madurez tecnológica y comercial a partir de 2020 y que su impacto mejore la productividad, la eficiencia y la eficacia de empresas y administraciones públicas logrando un efecto de impulso económico transversal sobre el conjunto de la economía.
El modelo elegido en la mayoría de los países para su implementación consiste en permitir que los operadores lleguen a acuerdos voluntarios entre ellos para la distribución, colocación y uso compartido de las costosas infraestructuras, casi siempre sobre la base de un operador dominante que permite utilizar sus recursos a los demás operadores.
Es necesaria una gran inversión que deberá ser costeada por las empresas privadas de telecomunicaciones que asuman ese reto.
Y ello porque es necesario desplegar infraestructura adicional a la ya desplegada con el 4G: más fibra e instalar miles de small cells cada centenar de metros para cubrir todo el territorio.
Además, las administraciones públicas deberán asegurar una correcta gestión del espectro radioeléctrico, que es de dominio público, con el objeto de liberar ancho de banda.
El ring geopolítico del 5G
Pero lo que está en juego es algo más que una correcta utilización de las oportunidades que ofrece la tecnología. También lo está la preponderancia tecnológica.
Así lo han entendido en los últimos años Estados Unidos y China, ambos metidos de lleno en una carrera para lograr la supremacía tecnológica: la prevalencia de las tecnologías y sistemas otorga a aquel que logra esa posición una ventaja competitiva indudable a la hora de poder imponer sus intereses geopolíticos, económicos, comerciales o incluso culturales.
El 5G también se ha convertido en arena conflictiva en el que ambas potencias compiten en una guerra comercial, utilizando en ocasiones razones de seguridad nacional que, probablemente, también incluyen una buena dosis de protección a empresas nacionales y disputa por la imposición de la tecnología propia.
No es de extrañar que esa disputa se haya agudizado en el último año porque es mucho lo que está en juego. Forma parte del conflicto abierto más amplio e importante relativo a los microchips, que son críticos para todos los sistemas, aunque especialmente relevantes para la industria de seguridad y defensa.
En el ámbito del despliegue de las redes 5G va a tener una especial relevancia la fabricación de las small cells, que van a ser parte importante de la arquitectura del sistema.
Son cinco los fabricantes principales de estos elementos: Nokia, Ericsson, Samsung, Huawei y ZTE, las dos últimas empresas chinas. Esa es la razón por la que la utilización de tecnología de estas dos compañías ha producido enfrentamientos entre EE.UU. y China.
Ya en 2012, la Comisión de Inteligencia del Congreso de los Estados Unidos avisó que tanto ZTE como Huawei podrían ser una amenaza para la seguridad nacional.
Estas disputas geopolíticas se refieren sobre todo a la posibilidad de que fabricantes chinos introduzcan en sus productos dispositivos que permitan el envío de información de forma encubierta o que, sencillamente, puedan escapar al control del operador de esos equipos poniendo en peligro la seguridad, integridad o confidencialidad de los sistemas.
La seguridad nacional también está implicada para el resto de países y no solo para esas superpotencias, ya que la dependencia tecnológica o la opción por unos u otros sistemas pueden ser opciones estratégicas que condicionen su futuro desarrollo.
Una manifestación de esa preocupación sería, por ejemplo, la prohibición por parte del gobierno de Nueva Zelanda dirigida a un operador de redes de telecomunicaciones, Spark, sobre la utilización de sistemas de Huawei para el despliegue de su red 5G.
El Ejecutivo neozelandés sigue así los pasos de Australia y Estados Unidos, que ya impiden que el equipamiento de ese fabricante se integre en sus redes de comunicaciones.