“¿Por qué la sangre es roja y la hierba es verde?”, le escribió a un colega el premio Nobel Max Ferdinand Perutz. “¿Por qué el diamante es duro y la cera es suave?, ¿por qué el grafito escribe en papel y la seda es tan fuerte?, ¿por qué fluyen los glaciares y el hierro se endurece cuando lo martilleas?, ¿cómo se contraen los músculos?, ¿cómo la luz solar hace crecer las plantas? y ¿cómo los organismos vivos han podido evolucionar hacia formas cada vez más complejas?…”, continuó.
Estaba tratando de expresar la importancia crucial de las cristalografía para nuestra comprensión del mundo. “Las respuestas a todas estas preguntas provienen del análisis estructural”, concluyó. La cristalografía es el estudio de la estructura de los objetos sólidos, un método científico vital para comprender sus propiedades.
Durante siglos, nuestros conocimientos sobre la estructura de los cristales se basaba en poco más que su apariencia física.
Pero en 1912, un equipo de científicos compuesto por un padre y su hijo desarrollaron la cristalografía de rayos X, una técnica para determinar la disposición precisa de los átomos.
El descubrimiento revolucionó el análisis molecular en diversas disciplinas científicas y desde entonces 29 premios Nobel han sido otorgados por trabajos en los que la tecnología de cristal ha contribuido directa o indirectamente.
Al vincular áreas de investigación fronterizas, ha tocado la vida de la mayoría de las personas del mundo.
Para darte un ejemplo, piensa en uno de los hallazgos más importantes de la historia científica: cuando Rosalind Franklin y Maurice Wilkins experimentaron con la cristalografía de rayos X, nació la icónica foto 51.
Fue este patrón de puntos lo que permitió a Francis Crick y James Watson revelar la hermosa estructura de doble hélice del ADN en 1953.
Pero, a pesar de ser un método científico clave y la base de tantos campos de estudio, sigue siendo relativamente desconocido.
Un copo de nieve
Durante milenios, nos hemos preguntado cómo encajan las piedras angulares del Universo. Y en el centro de esa conversación, siempre han estado los brillantes cristales.
Pero hubo que esperar hasta el siglo XX para que la ciencia de la cristalografía de rayos X revelara nuestro mundo molecular a un nivel previamente inimaginable, mucho más allá de los límites del microscopio.
Sin embargo, la historia de la cristalografía comienza mucho antes, con el trabajo de investigadores de cristales como Johannes Kepler en el siglo XVII.
En Strena, seu de Nive Sexangula, un folleto de apenas 24 páginas escrito en 1611, el astrónomo y matemático de la corte del sacro emperador romano Rodolfo II intentó explicar la sorprendente simetría de los copos de nieve.
Kepler cuenta que al cruzar un puente en Praga, vio un copo de nieve en la solapa de su abrigo y se quedó pensando sobre su notable geometría.
Su ingeniosa obra sembró la noción de la que surgió toda la cristalografía: que las formas geométricas de los cristales se pueden explicar en términos de la disposición de sus partículas constituyentes.
Poco después, un médico danés llamado Nicolas Steno observó por primera vez la ley cristalográfica fundamental de la constancia de los ángulos interfaciales.
Con dibujos y dos breves oraciones, Steno comentó en 1669 que aunque los cristales de cuarzo y hematita vienen en una gran variedad de formas y tamaños, los mismos ángulos interfaciales se repiten siempre.
La ley fue confirmada y demostrada como verdadera para los cristales de muchas otras sustancias por el científico francés Jean-Baptiste Louis Rome de L’Isle en 1783.
Sin embargo, quien se lleva el título de fundador de la ciencia de la cristalografía por consenso es un sacerdote francés del siglo XVIII.
¡Todo está resuelto!
Con sus estudios de la estructura externa de las formas minerales cristalinas, de las que incluso produjo modelos, René Just Haüy sentó las bases del estudio moderno de los cristales. Todo empezó, según el mismo Haüy, con un hecho fortuito.
Un día de 1871 se le cayeron por accidente unos cristales prismáticos de calcita. Al recoger los fragmentos notó que se rompían a lo largo de planos rectos que se encontraban en ángulos constantes.
Se puso entonces a romper más trozos de calcita y descubrió que, independientemente de la forma original, los fragmentos rotos eran constantemente romboédricos.
Y de sus labios brotó una frase que se volvió histórica: Tout est trouvé! (“¡Todo está resuelto!”).
Había llegado a la conclusión de que todas las moléculas de calcita tenían la misma forma y que era solo cuando se unían que se producían diferentes estructuras.
Eso le llevó a suponer que otros minerales deberían tener diferentes formas básicas. Pensó que había, de hecho, seis formas primitivas diferentes de las cuales se derivaban todos los cristales al pegarse de diferentes maneras.
Había encontrado la clave del misterio de la interrelación matemática de esas formas, y su descubrimiento se conoce como la ley geométrica de la cristalización.
De X a NaCl
Vendrían después otros que contribuirían a alcanzar nuevos niveles de precisión, pero fue un descubrimiento a principios del siglo XX el que permitió dar el salto más crucial y revolucionar nuestro conocimiento de los materiales que forman el mundo.
Max von Laue, un físico alemán, estaba realizando experimentos con los rayos que había descubierto fortuitamente otro físico alemán, Wilhelm Conrad Roentgen, en 1895.
Como no sabía bien qué eran, propuso que los llamaran “rayos incógnita” o rayos X, un nombre que mantenemos a pesar de que ya conocemos su naturaleza.
Lo que Von Laue quería establecer era si esos rayos eran partículas u ondas, y comprobó que eran esto último por medio de un experimento muy sencillo que Albert Einstein describió como “uno de los más hermosos de la física”.
Consistía en disparar un haz de rayos X a unos cristales, y así descubrió que este se difractaba; es decir, se separaba y formaba una figura característica.
Las fotografías de patrones de difracción de rayos X de Von Laue fascinaron a William Henry Bragg y a su hijo William Lawrence Bragg, quienes realizaron experimentos seminales que transformaron nuestra percepción de los cristales y sus disposiciones atómicas, y condujeron a algunos de los hallazgos científicos más importantes de los siglos XX y XXI.
Para lograr esta hazaña, usaron cristales de sal de mesa (cloruro de sodio) a los que les arrojaron rayos X, creando un patrón geométrico en un papel fotográfico colocado detrás de ellos.
Otros habían hecho cosas similares antes, pero los Bragg dieron un salto intuitivo. Se dieron cuenta de que, oculta en el diseño de los puntos, había información sobre la estructura molecular de la sal.
A Lawrence Bragg se le ocurrió una fórmula, ahora conocida como la ley de Bragg, que podía usarse para extraer esa información, permitiéndole determinar cómo estaban ordenados los átomos de sodio y cloro en un cristal de sal.
Su trabajo no solo confirmó la existencia de los átomos, sino que mostró cómo se juntan para formar compuestos.