Innovación

Thomas Midgley, el hombre que tuvo más impacto en la atmósfera que ningún otro

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En la mañana del 2 de noviembre de 1944, Carrie May Reynolds encontró a su esposo muerto en su cama. Aunque hubo sospechas de suicidio, oficialmente fue víctima de su propio invento.

Inválido a causa de poliomielitis, fue estrangulado por un arnés que había ideado para moverse entre la cama y la silla de ruedas sin ayuda.

Una muerte lamentable para un hombre que, como apuntó Bill Bryson, autor de “Una breve historia de casi todo”, poseía “un instinto para lo lamentable que era casi insólito”.

Eso porque el artilugio que terminó con su vida no fue su única creación que tuvo consecuencias nefastas.

Tanto que la revista Time -que durante la Segunda Guerra Mundial lo describió, acertadamente en el momento, como “el grande y famoso Thomas Midgley Jr.”- volvió a mencionarlo en 2010 pero en el contexto de la lista de los peores 50 inventos de la historia.

Y esa es una crítica discreta, comparada con las que te topas hoy en día si exploras su legado.

Las palabras “el hombre que ha tenido más impacto en la atmósfera que cualquier otro organismo en la historia de la Tierra” fueron las que usó el historiador ambiental J. R. McNeill para referirse a él.

Pero también encuentras su historia bajo títulos como “el hombre que quiso matar a la humanidad dos veces” o “el genial científico que casi destruye el mundo”.

¿Qué fue lo que hizo?

En vida, Midgley recibió prestigiosos galardones y cargos, particularmente en el campo de la química, a pesar de que era un ingeniero mecánico cuya única instrucción formal en esa materia fueron dos cursos de inspección.

Uno de ellos fue el Premio Willard Gibbs (en 1942), cuyo objetivo es “reconocer públicamente a eminentes químicos que, a través de años de aplicación y devoción, hayan aportado al mundo desarrollos que permitan a cualquiera vivir más cómodamente y comprender mejor el mundo”.

Para ser justos, los inventos por los que hoy se le recuerda con amargura efectivamente nos hicieron la vida más cómoda y, con el tiempo, nos permitieron comprender mejor el mundo… ¡pero a qué costo!

De los “cuatro principales logros en los que Midgley tuvo una parte dominante”, enaltecidos en su obituario en el Journal of the American Chemical Society (JACS), dos serían prohibidos en todo el mundo después de causar estragos tanto en la salud pública como en el medio ambiente.

Ethyl

El primero de los descubrimientos que llegaríamos a deplorar fue la solución a un fenómeno conocido como la detonación del motor, que se caracterizaba por ruidos molestos, sobrecalentamiento, movimientos espasmódicos y respuesta lenta.

A Midgley y su equipo les tomó años resolver el problema.

“No había nada en los libros, así que con teorías caseras y métodos de cortar y probar, agregaron miles de cosas a la gasolina y observaron sus efectos”, relató Charles F. Kettering, quien como responsable de investigación en General Motors, era el jefe de Midgley.

Durante años esto continuó, día y noche (…). Se olvidaron las comidas, se perdió el sueño y las familias felices de los investigadores dejaron de ser ‘felices’”, agregó el respetado inventor, ingeniero, empresario.

Finalmente, en 1921, dieron con el antidetonante que parecía ideal: tetraetilo de plomo, abreviado TEL.

¿No te suena? Quizás porque cuando en 1923 la gasolina con tetraetilo de plomo fue comercializada, su nombre fue depurado de rastros de plomo abreviándolo a “ethyl” o “etilo”.

Fue todo un éxito. Lo grave es que el plomo es un veneno mortal.

Una vez dentro del cuerpo, interfiere con la propagación de señales a través del sistema nervioso central y se infiltra en las enzimas, alterando su función en el procesamiento de los elementos nutritivos zinc, hierro y calcio.

Provoca, entre otras cosas, presión arterial alta, problemas renales, anomalías fetales y daño cerebral. Y afecta especialmente a los niños.

Freón

Tras su éxito con el antidetonante, Kettering le propuso a Midgley que se abocara a resolver otro problema tecnológico de la época: la búsqueda de un mejor refrigerante.

En ese entonces, los refrigerantes eran tóxicos, muy inflamables y hasta explosivos. La fuga más pequeña podría provocar una enfermedad grave, lesiones o incluso la muerte.

Esta vez, sólo tomó tres días identificar la alternativa perfecta: los clorofluorocarburos, o CFC, una combinación de flúor, carbono y cloro.

Al circular en neveras o aparatos de aire acondicionado, el fluido cambiaba rápidamente de gas a líquido y a la inversa, absorbiendo y liberando grandes cantidades de calor en el proceso.

Y, a diferencia de las opciones existentes, los CFC parecían una alternativa segura.

Tanto que, como relató Kettering, cuando Migley presentó públicamente la investigación por primera vez, “demostrósus propiedades no tóxicas y no inflamables en un sólo aliento”.

Su histriónica demostración consistió en aspirar “el vapor de uno de los compuestos y luego exhalarlo suavemente paraapagar una vela que ardía ante él”.

Los llamaron “freón” y los comenzaron a fabricar en masa, lo que llevó a la proliferación de neveras y aire acondicionado en casas, oficinas y carros.

Además, durante la Segunda Guerra Mundial, el ejército descubrió que el freón era un vehículo ideal para esparcir insecticidas en los cuarteles de los soldados. Eso llevó a que, después de la guerra, se usaran ampliamente en aerosoles de todo tipo, desde pinturas hasta desodorantes.

El mundo reaccionó

En junio de 1974, apareció un artículo en la revista Nature titulado “Disipador estratosférico para clorofluorometanos: destrucción del ozono catalizada por átomos de cloro”, escrito por Mario J. Molina y F. S. Rowland de la Universidad de California, Irvine.

Explicaban que cuando los átomos de CFC ingresaban a la estratosfera superior, se descomponían y destruían el escudo protector de ozono de la Tierra, que absorbe la radiación ultravioleta.

En los años siguientes los científicos siguieron investigando y revelaron que si continuábamos usando CFC, la consecuencia sería la muerte a escala masiva.

Y descubrieron un gran agujero en la capa de ozono de la Tierra, sobre la Antártida.

El descubrimiento catalizó un importante acuerdo internacional en 1988, en el que más de 180 países acordaron reducir sustancialmente o eliminar por completo la producción de CFC.

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